miércoles, 13 de julio de 2022

Un monstruo viene a verme

 

    De vez en cuando y sin previo aviso, un monstruo viene a verme. Se mete en mi pecho y, aunque a menudo llega de noche, cuando viene de día todo lo oscurece y lo pinta de negro; me hace verlo todo mal, me trae recuerdos recurrentes de todas las cosas malas, las que han pasado y las que pudieron pasar; y me hace recordar lo que ni siquiera sabía que recordaba.

    El monstruo te produce una sensación que no se va del pecho, a veces baja al estómago o sube a la garganta. Se instala ahí y te va dando como pequeñas puñaladas de dolor y de angustia. Te hace querer dormir todo el tiempo, pensando que cuando despiertes a lo mejor ya se ha ido. Pero no, cuando despiertas sigue doliendo, igual o peor que antes.

    El monstruo te paraliza, te hace pequeñita, te habla mal y te augura que todo saldrá mal y que nada vale la pena. El monstruo dice que la vida es horrible, y te pone una venda en los ojos para que no veas todo lo bueno que tienes. Porque, aunque yo sé que en realidad todo está bien, y me lo repito, en esos momentos él ni siquiera me deja ver a mis niños sanos y felices ni a mi vida relativamente cómoda.

    Pero el monstruo no es nuevo para mí:  yo al monstruo ya lo conocí de pequeña, solo que no sabía quién era. Venía normalmente por las noches y me asfixiaba el pecho, pero yo no sabía ponerle nombre, no sabía que era un monstruo y solo quería dormirme y que por la mañana ya no estuviera.

    En la adolescencia, llegaba para decirme que yo no podía, que era demasiado difícil o que yo no era lo suficientemente buena y me recordaba todo lo que podría ir mal.

    Además, como los demás no lo ven, no es fácil explicarlo; cómo describir a un monstruo que tú ves, pero los otros no… y piensan que exageras, lo suelen ver como un signo de debilidad, creen que no será para tanto y son cosas tuyas, y no entienden que estés así porque no tienes motivo. Y es verdad que no lo tengo, pero es que yo no llamo al monstruo, él se aparece cuando le da la gana y yo no sé echarlo. Ojalá fuera tan fácil como decirle "vete" o darle a un botón, pero eso no va así, al menos a mí no me funciona.

     Ante la incomprensión, al final con el tiempo optas por no contarlo, y cuando viene solo esperas a que se vaya cuanto antes.

    Por eso, intento sembrar la vida de mis niños de música, de deporte, de bonitos momentos que sean buenos recuerdos, de una infancia feliz sin monstruos, y que si alguna vez el monstruo aparece, que sepan que tienen mi regazo para al menos apaciguarlo.

    No estaría mal entender que el monstruo está, que no me lo invento, que yo quiero que se vaya y que me deje, pero es que no sé cómo hacerlo.

    Y cuando por fin se va, es una liberación y puedo volver a ser yo.

sábado, 16 de enero de 2021

Yo no renuncio

 

Cuando me incorporé después de nacer Mateo, mi escritorio era otro y mi teléfono había desaparecido.  Mi coordinador también era nuevo, un pijito con dudosas dotes para coordinar un equipo. Su jefa, que también era la mía en una oficina con numerosas jerarquías, estaba embarazada cuando yo me incorporé. Las tareas que me adjudicaban eran ridículas comparadas con las que hacía antes de irme de permiso por maternidad, absolutamente aleatorias, y yo intentaba sacarlas adelante con dignidad, aún sabiendo que no tenían ningún sentido.

«Te van a hacer fija porque has sido madre. Con las madres no se la juegan». A los tres meses de volver estaba en la calle. Alguien había hecho un informe en mi ausencia; era una especie de boletín de notas como en el colegio. En realidad, aquello siempre se había asemejado a un instituto que a mí me recordaba al de Al salir de clase. Mis calificaciones habían sido algo así como un cinco raspado o un aprobado por los pelos. Haciendo el trabajo bien, (así lo habían reconocido) con responsabilidad, con puntualidad, sin ausencias, sin escaqueos ni descansos para fumar, sin darme treinta paseos al día para lucir modelitos, pero eso también, sin peloteos, sin dorar la píldora, sólo dedicándome a sacar el trabajo.

En RRHH me dijeron que si no seguía era a causa de ese informe que se había hecho en febrero cuando yo estaba en pleno posparto. Le pregunté a mi anterior coordinadora y me dijo que no fue ella quien hizo el informe, y el actual, pues que él tampoco lo había hecho. El informe debió de surgir por generación espontánea. Ésta no está, pues nos la quitamos de en medio, que si no está no puede protestar. Porque acababa de dar a luz. Me hubiera conformado con que alguien me hubiera dicho a la cara por qué. Pero no hubo ningún valiente. Perdí el contacto con todos; los silencios dolieron. Pero la distancia ayudó a curar.

Veinte días después se abrió un nuevo comienzo de experiencias más enriquecedoras que estar sentada delante de una pantalla (de dos pantallas, para ser más exhaustiva) de un ordenador comprobando números, donde yo incluida era solo un número. Concretamente, un cero. A la izquierda. O así me sentía.

Y aprendí, recordé, porque parece que no, pero todo lo aprendido se guarda en algún rincón del cerebro. Y fui consciente de que me quedaba muchísimo por aprender, pero también me di cuenta de todo lo que sabía, aunque yo creía que no sabía nada, o tantas veces había pensado que no valía.

Y encima todo coincidió con la crianza de mis hijos: intentar ser mejor por ellos, aprender de educación, de emociones, de poner algún granito de arena por hacer el mundo un pelín mejor; eso en la oficina delante de las dos pantallas era una utopía.

También darme de bruces con la realidad: la dificultad de compaginar la vida laboral y familiar, ser madre sin perder tu identidad como persona más allá de la maternidad. Que mis hijos le dan sentido a mi vida, pero también quiero mi espacio donde sigo siendo Belén, y no la mamá de Mateo y Nacho, donde sigo teniendo sueños e ilusiones, siempre con mis hijos en la cabeza, pero también más allá de ellos. Y trabajé durante tres años por la tarde y llegaba a casa de noche. Hasta que se me encendió una  luz, o mejor dicho, una amiga que es luz y que el destino debió de poner en mi vida para darle más sentido,  me dijo que yo sí podía. Aunque, en realidad, fue más allá: ella me dijo que cualquiera podía, que sólo era cuestión de trabajo, no de inteligencia. Luego la suerte tiene que acompañar un poquito, eso es así. Y entre inseguridades, por fin di el paso que no había sido capaz de dar antes, y que nunca hubiera dado si no fuera porque tengo la suerte de tener a mi lado un compañero de viaje que me apoya siempre y que confía en mí por los dos.

Decidí no renunciar a poder hacer algo mejor que me llenara y decidí que aún tenía mucho  por aprender pero también por enseñar. Y elegí luchar. Y es una lucha contra esta sociedad que nos lo pone difícil a las familias para conciliar, a las madres para no tener que elegir entre nuestros hijos o trabajar, pero es sobre todo una lucha continua conmigo misma, contra el victimismo, el miedo y la inseguridad.

Y he estudiado, y he llorado, y me he frustrado, y mil veces he pensado que no podía, que eso no era para mí. Y me he sentido la peor madre cuando me han estorbado porque quería estudiar y no me dejaban. Y he visto que era capaz de ir dando pasitos y conseguir lo que pensaba que no podía. Y me he ilusionado, y me he empoderado, y también me he decepcionado, pero sobre todo he aprendido.

Tuvo que llegar la pandemia para frenar lo que ya era casi una obsesión.

Y después de dos años preparando las oposiciones para ser profesora de inglés, la vida o el destino me ha dado la oportunidad de ser profesora pero de francés, quizás para así cumplir ese sueño que una vez tuve cuando estaba en el instituto y me gustaba tanto y se me daba tan bien que quise ser como mi profesora con la que tanto aprendí. También porque las cosas nunca me vienen rodadas, y yo que iba a ser profesora de inglés, pues que ahora lo soy de francés. Otro reto más para seguir sumando.

Y el primer día de trabajo, cuando llego y digo que es mi primera vez, una compañera jovencita me dice: «pero a tu edad, habrás trabajado en otras cosas, ¿no?». Aparte de sentirme un vejestorio, le respondí que sí, que algún trabajo ya había tenido. Tampoco le iba a contar que en el instituto ya trabajaba los veranos en el campo y lo seguí haciendo cuando me fui a la facultad; que luego compaginaba mi trabajo de camarera con los estudios y que antes de terminar la carrera estuve cuatro años vendiendo coches de segunda mano, y que allí hablé por primera vez en inglés y conocí a la persona que sería mi ángel durante mi odisea de las oposiciones, aunque ella seguramente no va a leer este post. Me ha ayudado sin pedir nada a cambio. Yo sólo les vendí un coche a sus padres. Qué suerte cuando la vida pone en tu camino personas buenas y humildes.

Tampoco le iba a hablar de la etapa de vender seguros por El Palo, Alhaurín y El Puerto de la Torre, ni del nudo en el pecho antes de llamar a cada puerta. Ni de aquella etapa dando clases en una academia a tres euros la hora, pero que probablemente también me abriría las puertas para dar clases más adelante, porque al final, muy a mi pesar y por muy poco que me gusten las frases hechas, todo tiene un sentido. La mamá de Damián, aquel niño que se sabía de carrerilla todos los jugadores de la liga con nombres impronunciables pero al que le costaba la vida aprender unas cuantas partes del cuerpo en inglés, me regaló un llaverito de la fortuna; y aun sin ser supersticiosa, pensé por algún motivo que me iba a traer suerte. De esto hace como unos doce años y siempre lo llevo conmigo. 

Tampoco le conté que después de todo esto he tenido dos hijos, y con ellos aún siendo pequeños me puse a hacer un máster, a preparar las oposiciones, a sacarme títulos de idiomas, cursos varios... 

Sí, he trabajado en muchas cosas antes. Es lo sucede cuando te acercas a los cuarenta, tienes una trayectoria, muchas experiencias. De todas he aprendido. De todas me llevo cosas buenas y menos buenas. Como la vida misma.  

Unos días más tarde en el instituto hablé con un compañero bastante mayor que yo. Di por hecho que llevaría toda la vida en la docencia y, sin embargo, también acababa de empezar. Las apariencias muchas veces engañan (otra frase hecha, a mi pesar). Nunca es tarde si se hace con ganas y con ilusión. Aun queda camino por delante, incertidumbres y aprendizajes. Miedos y satisfacciones casi al cincuenta por ciento. Pero esto es la vida, o al menos, mi vida.

 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

La estrella de cuatro puntas

 

    Al llegar el mes de diciembre, en el mercado navideño de Villancejo, como cada año, se vendía todo tipo de decoración para que en los hogares del pueblo no faltara un detalle que llenara de magia e ilusión la navidad.

            En este mercado había puestos de árboles, guirnaldas, bolas decoradas, figuritas para el belén y un sinfín de adornos más. Había también un puesto en el que una anciana comerciante vendía las estrellas para los árboles. Y vendía tantas que cada navidad siempre tenía que reponer más y más.

            Sin embargo, en el viejo puesto, una estrella permanecía desde hacía mucho tiempo sin que ningún cliente la escogiera para adornar su árbol. Se trataba de Asteria, una estrella de solo cuatro puntas, demasiado grande para cualquier árbol de tamaño normal y también un poco destartalada. Año tras año, había visto como todas sus compañeras eran escogidas por niños o mayores para adornar sus árboles mientras ella pasaba desapercibida. A veces, algún niño la cogía, y ella se ilusionaba, para después decepcionarse cuando los oía comentar:

            - ¡Vaya estrella fea!

            - ¡Es demasiado grande!  

            - ¡Pero si es hasta deforme! Además, ¿a quién podría gustarle una estrella de solo cuatro puntas? Ja ja ja.

               Entonces la soltaban otra vez, y Asteria se ponía muy triste. Pero la estrella de cuatro puntas nunca perdió la ilusión de decorar algún día, en algún hogar, un precioso árbol de navidad.

            Estas fiestas, como otras, Asteria había visto como los clientes del puesto  elegían a las estrellas de cinco y seis puntas que la acompañaban quedando ella siempre ahí, sintiéndose invisible en el fondo de la caja.      

            El mismo día de Nochebuena, Asteria sabía que ya todo el mundo tendría sus árboles adornados y no le quedaban esperanzas de que alguien fuese a comprar al mercadillo. La pobre estrella se imaginaba un año más de espera, sin saborear lo gratificante que habría de ser estar en lo más alto de un árbol navideño.

    Cuando la señora comerciante daba por terminadas sus ventas de ese año, el alcalde de Villancejo llegó al mercadillo buscando desesperadamente estrellas de navidad. Asteria oyó como el alcalde le decía a la dueña del puesto que necesitaba una estrella especial para adornar un gran árbol que habían montado en la plaza central. Las compañeras de Asteria, todas estrellas de cinco y seis puntas, se pusieron contentas y expectantes para ver a cuál de ellas elegía:

        - ¿Seré yo? Se preguntaba una estrella de cinco puntas muy presumida.

        ¡Estoy segura de que me elegirá a mí! Exclamó una orgullosa estrella de seis puntas.

            Mientras tanto, el alcalde buscaba entre las estrellas. Cogía unas y otras y no le convencían, mientras le comentaba a la anciana comerciante que la estrella que él buscaba para la plaza central del pueblo debía ser única. Aunque estaba casi oculta entre el resto de estrellas, uno de los picos de Asteria sobresalía, y entonces el alcalde la cogió.

La comerciante se excusó diciéndole que esa estrella era un poco desproporcionada. Pero, cuál fue su sorpresa cuando el alcalde le contestó: 

Es perfecta, esta estrella es justo lo que estaba buscando.

            Sus compañeras vieron con asombro como el alcalde elegía la estrella de cuatro puntas para el árbol más importante de todo el pueblo. Y Asteria no se lo podía creer: por fin alguien la quería a ella, además no para un árbol cualquiera sino para el más grande y bonito de Villancejo.

               Durante años, la estrella de cuatro puntas brillaría cada navidad iluminando ese árbol que tanta gente visitaba. Aunque Asteria pensaba que no encajaba porque era diferente a las demás, entendió que al final cada uno tiene su lugar en el mundo, un lugar donde te quieran por como eres, única y diferente, y que si no le gustas a todo el mundo, siempre habrá alguien que sepa ver lo que otros no vieron, y te valoren por lo que eres, precisamente por eso que te hace diferente.