Cuando
me incorporé después de nacer Mateo, mi escritorio era otro y mi teléfono había desaparecido. Mi
coordinador también era nuevo, un pijito con dudosas dotes para coordinar un equipo. Su jefa,
que también era la mía en una oficina con numerosas jerarquías, estaba
embarazada cuando yo me incorporé. Las tareas que me adjudicaban eran
ridículas comparadas con las que hacía antes de irme de permiso por maternidad, absolutamente aleatorias, y yo intentaba sacarlas adelante con dignidad, aún
sabiendo que no tenían ningún sentido.
«Te
van a hacer fija porque has sido madre. Con las madres no se la juegan». A
los tres meses de volver estaba en la calle. Alguien había hecho un informe en
mi ausencia; era una especie de boletín de notas como en el colegio. En
realidad, aquello siempre se había asemejado a un instituto que a mí me recordaba al de Al salir de clase. Mis calificaciones
habían sido algo así como un cinco raspado o un aprobado por los pelos. Haciendo el trabajo bien, (así lo habían reconocido) con responsabilidad, con puntualidad, sin ausencias,
sin escaqueos ni descansos para fumar, sin darme treinta paseos al día para lucir modelitos, pero
eso también, sin peloteos, sin dorar la píldora, sólo dedicándome a sacar el
trabajo.
En
RRHH me dijeron que si no seguía era a causa de ese informe que se había hecho en febrero cuando
yo estaba en pleno posparto. Le pregunté a mi anterior coordinadora y me
dijo que no fue ella quien hizo el informe, y el actual, pues que él tampoco lo había
hecho. El informe debió de surgir por generación espontánea. Ésta no está, pues nos
la quitamos de en medio, que si no está no puede protestar. Porque acababa de dar
a luz. Me hubiera
conformado con que alguien me hubiera dicho a la cara por qué. Pero no hubo
ningún valiente. Perdí el contacto con todos; los silencios dolieron.
Pero la distancia ayudó a curar.
Veinte días después se abrió un nuevo comienzo de experiencias más enriquecedoras que estar
sentada delante de una pantalla (de dos pantallas, para ser más exhaustiva) de un
ordenador comprobando números, donde yo incluida era solo un número. Concretamente, un cero. A la izquierda. O así me sentía.
Y
aprendí, recordé, porque parece que no, pero todo lo aprendido se guarda en
algún rincón del cerebro. Y fui consciente de que me quedaba muchísimo por aprender, pero también me
di cuenta de todo lo que sabía, aunque yo creía que no sabía nada, o tantas
veces había pensado que no valía.
Y
encima todo coincidió con la crianza de mis hijos: intentar ser mejor por ellos,
aprender de educación, de emociones, de poner algún granito de arena por hacer
el mundo un pelín mejor; eso en la oficina delante de las dos pantallas era una
utopía.
También
darme de bruces con la realidad: la dificultad de compaginar la vida laboral y familiar,
ser madre sin perder tu identidad como persona más allá de la maternidad. Que mis
hijos le dan sentido a mi vida, pero también quiero mi espacio donde sigo siendo
Belén, y no la mamá de Mateo y Nacho, donde sigo teniendo sueños e ilusiones, siempre con mis hijos en la
cabeza, pero también más allá de ellos. Y trabajé durante tres años por la tarde y llegaba a casa de noche. Hasta que se me encendió una luz, o mejor dicho, una amiga que es luz y que el destino debió de poner en mi vida para darle más sentido, me dijo que yo sí podía. Aunque, en realidad, fue más allá: ella me dijo que cualquiera podía, que sólo era cuestión de trabajo, no de inteligencia. Luego la suerte tiene que acompañar un poquito, eso es así. Y entre inseguridades, por fin di el paso que no había
sido capaz de dar antes, y que nunca hubiera dado si no fuera porque tengo la
suerte de tener a mi lado un compañero de viaje que me apoya siempre y que confía en mí por los dos.
Decidí no renunciar a poder hacer algo mejor que me llenara y decidí que aún tenía mucho por aprender pero también por enseñar. Y elegí luchar. Y es una lucha contra
esta sociedad que nos lo pone difícil a las familias para conciliar, a las madres para no tener que elegir entre nuestros hijos o trabajar, pero es sobre todo una lucha continua conmigo misma, contra el victimismo, el miedo y la inseguridad.
Y
he estudiado, y he llorado, y me he frustrado, y mil veces he pensado que no
podía, que eso no era para mí. Y me he sentido la peor madre cuando me han
estorbado porque quería estudiar y no me dejaban. Y he visto que era capaz de ir dando pasitos y conseguir lo que pensaba que no podía. Y me he ilusionado, y me he empoderado, y
también me he decepcionado, pero sobre todo he aprendido.
Tuvo que llegar la pandemia para frenar lo que ya era casi una obsesión.
Y después de dos años preparando las oposiciones para ser profesora de inglés, la vida o el destino me ha dado la oportunidad de ser profesora pero de
francés, quizás para así cumplir ese sueño que una vez tuve cuando estaba en el instituto y me gustaba
tanto y se me daba tan bien que quise ser como mi profesora con la que tanto aprendí. También porque las cosas nunca me vienen rodadas, y yo que iba a ser profesora de inglés, pues que ahora lo soy de francés. Otro reto más para seguir sumando.
Y
el primer día de trabajo, cuando llego y digo que es mi primera vez, una
compañera jovencita me dice: «pero a tu edad, habrás trabajado
en otras cosas, ¿no?». Aparte de sentirme
un vejestorio, le respondí que sí, que algún trabajo ya había tenido. Tampoco
le iba a contar que en el instituto ya trabajaba los veranos en el campo y lo
seguí haciendo cuando me fui a la facultad; que luego compaginaba mi trabajo de camarera con los estudios y
que antes de terminar la carrera estuve cuatro años vendiendo coches de segunda
mano, y
que allí hablé por primera vez en inglés y conocí a la persona que
sería mi ángel durante mi odisea de las oposiciones, aunque ella seguramente no
va a leer este post. Me ha ayudado sin pedir nada a cambio. Yo sólo les vendí un coche a sus padres. Qué suerte cuando la vida pone en tu camino personas buenas y humildes.
Tampoco
le iba a hablar de la etapa de vender seguros por El Palo, Alhaurín
y El Puerto de la Torre, ni del nudo en el pecho antes de llamar a cada puerta. Ni de aquella etapa dando clases en una academia a
tres euros la hora, pero que probablemente también me abriría las puertas para
dar clases más adelante, porque al final, muy a mi pesar y por muy poco que me
gusten las frases hechas, todo tiene un sentido. La mamá de Damián, aquel niño que se sabía de carrerilla todos los jugadores de la liga con nombres impronunciables pero al que le costaba la vida aprender unas cuantas partes del cuerpo en inglés, me regaló un llaverito de la fortuna; y aun sin ser supersticiosa, pensé por
algún motivo que me iba a traer suerte. De esto hace como unos
doce años y siempre lo llevo conmigo.
Tampoco le conté que después de todo esto he tenido dos hijos, y con ellos aún siendo pequeños me puse a hacer un máster, a preparar las oposiciones, a sacarme títulos de idiomas, cursos varios...
Sí,
he trabajado en muchas cosas antes. Es lo sucede cuando te acercas a los cuarenta, tienes una trayectoria, muchas experiencias. De todas he aprendido. De todas me llevo cosas
buenas y menos buenas. Como la vida misma.
Unos
días más tarde en el instituto hablé con un compañero bastante mayor que yo. Di por
hecho que llevaría toda la vida en la docencia y, sin embargo, también acababa
de empezar. Las apariencias muchas veces engañan (otra frase hecha, a mi pesar). Nunca es tarde si se hace con ganas y con ilusión. Aun queda camino
por delante, incertidumbres y aprendizajes. Miedos y satisfacciones casi al
cincuenta por ciento. Pero esto es la vida, o al menos, mi vida.