Mi hijo Mateo, de dos años y
medio, apenas habla unas palabras, casi siempre ininteligibles para el resto y
a veces también para mí. Incluso coge rabietas a menudo porque quiere algo, pero
no sabe decirlo y yo adivina no soy. A esa edad aún está dentro de la
normalidad, según los logopedas. Cada niño tiene su ritmo. Pero no faltará una
madre que te diga, “¿pero aún no habla?, el mío hablaba perfectamente a los
nueve meses”. Sí, y recitaba sonetos de Garcilaso…
El hijo mayor de Shakira con dos
años ya sabía leer. Nació unos días antes que Mateo, quien apenas puede contar
hasta diez, y no sin saltarse algún número. Tampoco anduvo hasta los dieciséis
meses. “Qué tardío, ¿no? El hijo de no sé quién anduvo a los ocho meses”. ¿Sí? ¿Y
estás seguro de que no salió del vientre de su madre y él solito se fue
caminando hasta la cuna?
Del pañal mejor no hablamos, ¿no?
Bueno, ya puestos… A sus dos años y medio, Mateo aún usa pañal, intentamos
quitárselo en verano sin éxito, y bueno, en ello seguimos… “Pues al mío (un mes
menor que Mateo) se lo quitamos en Semana Santa, muy muy rápido y sin
problemas”. O “¿aún lleva pañal, tan grande? Pues a mi niño se lo quité a los
dos años y no se hizo pis ni una vez encima”. Pin para él. Insisto, cada niño
tiene su ritmo.
Ahora bien, mi pequeño, Nacho,
ése es más espabilado. A los siete meses ya gateaba perfectamente, y sólo un
poco después ya se quedaba solo en pie. En cualquier momento, se echa a andar y
así me desquito. Nada más lejos de la realidad. “Pues la mía (de la misma edad)
gateaba a los seis”. Mi gozo en un pozo…
Me da la impresión de que todos
los padres quieren que sus hijos sean los mejores, no importa en qué. Los
primeros que hicieron tal o cual cosa, la nota más alta, el primero en aprender
a nadar, el que mejor bailó en la fiesta de fin de curso o el que más goles
marca. Pero lo importante no es que sean los mejores, sino hacerlo saber a los
cuatro vientos, porque ser el mejor en algo está bien, pero que lo sepa el
resto del mundo, eso ya es la repera.
Los abuelos no se quedan atrás: La
abuela que recoge al nieto en la guardería y lee las anotaciones de la agenda y
grita delante de todos los padres o abuelos, bien fuerte para que no quede
nadie sin oírlo: “¡le han puesto que es el número uno! ¡Ay, qué listo mi
niño!”. Y me quedo yo pensando…, pues en la agenda del mío sólo pone “vemos el
número uno”. Bueno, cada uno lee lo que quiere leer, o lo que le gustaría. El
ansia de destacar por encima de los demás. Si el tuyo hace esto, pues el mío
más, y si el tuyo lo hizo a esta edad pues el mío antes, ahí lo llevas.
Y esto ahora que mis hijos apenas
son bebés y les quedan tantas etapas en sus vidas, tantos retos, competiciones.
Lo que me quedará por ver.
Muchos padres ven en sus hijos
proyecciones de sí mismos, o quieren resarcirse por lo que ellos no lograron.
Padres que apuntan a sus hijos a fútbol porque a ellos, y puede que no tanto a
los hijos, les gusta el fútbol, y sueñan con que sean el nuevo Iniesta. Niños
que se presentan a castings de talentos porque a sus padres les encanta la
música y les hubiera gustado ser cantantes, y ellos pretenden lograr el sueño
que sus padres no lograron, o mejor dicho, los padres quieren que sus hijos
sean lo que ellos no pudieron ser. Que están en su derecho, pero si es porque
les hace felices a los niños, y no sólo a los padres. Mejor dejarles que tengan
sus propios gustos e inquietudes. Si sus padres tienen demasiadas expectativas
en ellos, esto puede causarles frustración cuando no consigan lo que sus padres
esperaban.
Puede ser que influya el hecho de
que a generaciones anteriores no se nos ensalzara tanto. Durante mi infancia y
adolescencia, algunas veces fui la mejor en algo: una asignatura, un trabajo…
Mis padres son aún de esa generación de no expresar tanto los sentimientos, no
eran de los que presumían ni de dar palmaditas en la espalda. O no les daban
tanta importancia a esas cosas o, simplemente, pensaban que esa era mi
obligación. Y no negaré que en alguna ocasión lo he echado en falta. Alguna
felicitación no hubiera estado de más. Por eso, como en casi todo en la vida, estoy
a favor del término medio.
De momento, confieso que mis
hijos no han sido los mejores en nada. Si pudiera elegir ahora mismo, lo que
más me gustaría es que fueran los mejores en coger el sueño y dormir las noches
del tirón. Aunque siempre habría quien diría “pues los míos duermen del tirón
desde la cuarentena”.
Evidentemente, y pese al título,
para mí, mis hijos son los mejores. No puedo imaginarlos de otra manera. No
podría quererlos más por ser más rápidos o más listos. Pero no tengo la
necesidad de convencer a los demás de sus logros y virtudes. Me gustaría que no
estuvieran sometidos a presión en el futuro y sean lo que ellos quieran. Me
conformo con que sean los mejores en disfrutar de la vida y en ser felices. Y en
realidad, si lo pienso, sí hay algo en lo que ambos son los number one: en sonreír. En eso a mis
niños no los gana nadie.