miércoles, 6 de diciembre de 2017

Los colores son de todos: un cuento para Mateo

Harta de estereotipos y de etiquetas, y de que después de mucho tiempo siendo el rosa de sus colores favoritos, ahora me diga que no puede serlo porque  “es de las niñas” escribí este cuento para Mateo, que ahora sabe que los colores son de todos. Le encanta el rosa, aunque también el amarillo, el violeta y el naranja, y en realidad le gustan todos los colores del arcoíris. Le gusta jugar a las cocinitas y a las espadas, a cuidar bebés y a arreglar cosas con sus herramientas, quiere ser cocinero o policía. La vida dirá, yo solo quiero que sea feliz y que ya desde pequeño no le impongan lo que puede gustarle y lo que no, con algo tan simple pero especial para los niños como son los colores.
Los colores son de todos

Había una vez un reino que se llamaba Descolorido. En ese reino sólo existían dos colores: el azul para los niños y el rosa para las niñas.


Cuando el rey Gris era pequeño, hizo un dibujo precioso y lo pintó de color rosa. Pero una malvada hechicera le dijo que su dibujo era muy feo y que el rosa era un color de niñas y se lo rompió. El rey Gris lloró al ver su precioso dibujo hecho pedacitos y se enfadó muchísimo.


Cuando el rey Gris creció, decidió prohibir los colores en su reino. Sólo dos colores estaban permitidos entre los habitantes de Descolorido: el azul para los niños y el rosa para las niñas.

Pero en Descolorido también vivía un niño que se llamaba Mateo y cuyo color favorito era el rosa. A Mateo le habían dicho muchas veces que el color rosa era sólo para las niñas, así que ese no podía ser su color. No podía vestir ropa  de color rosa, ni colorear sus dibujos en rosa, porque entonces el rey se enfadaría y los demás niños se reirían de él.

Un día estaba un poco triste, no entendía por qué él no podía elegir el color que más le gustaba. Una nube se le acercó a preguntarle qué le pasaba. Cuando Mateo le dijo lo que le ocurría, la nube le entendió perfectamente porque ella también estaba cansada de ser siempre blanca o gris. Así que urdió un plan. Hizo que lloviera tanto, tanto, tanto, que todos los colores desaparecieron. En el pueblo Descolorido todo se quedó sin color.

Todos los niños estaban muy  tristes y se sentían muy extraños sin ver colores a su alrededor.  

Sin embargo, después de la lluvia, la nube llamó a su amigo el arcoíris y le contó lo sucedido.  ¡El arcoíris no se lo podía creer! ¿Quién habría tenido esa idea tan absurda de diferenciar los colores entre niños y niñas? ¡Si los colores son de todos! Así que tuvo una genial idea: repartió todos sus colores por todos los lugares y por todos los niños de Descolorido. Había tantos colores que tanto niños como niñas podían elegir el que más les gustara, rosa, azul, naranja, violeta, amarillo…

Mateo estaba entusiasmado de saber que ya podía elegir su color favorito que era el rosa, por fin el rosa no era el color de las niñas, es un color de todos, por lo menos de todos a los que les guste el rosa (a alguna gente le parece un color un poco cursi, pero no pasa nada porque para gustos, los colores).

Todos estaban tan contentos que el rey no tuvo más remedio que cambiar el nombre del pueblo. Dejó de llamarse Descolorido para ser Decolorines, era un nombre mucho más apropiado para un lugar lleno de color.


Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.


jueves, 14 de septiembre de 2017

Intentando trabajar y criar a mis hijos



Tienes hijos porque el instinto maternal llama a tu puerta, siempre quisiste ser madre y crees que ha llegado tu momento. Las dudas acechan a causa de la inestabilidad laboral y de un horario imposible. Te planteas una hipotética reducción de jornada en el futuro que te mermará aún más tu ya bastante mermado salario. Pero tampoco te imaginas que te vas a topar con tantas trabas. 

Así que le echas valor y sin pensarlo demasiado vas a por ello porque es lo que deseas. Trabajas hasta la semana treinta y dos, incluso te pediste el alta voluntaria cuando el ginecólogo te aconsejó darte de baja por aquel sangrado en la semana veinte. Con tu dichosa jornada partida, tan arraigada en nuestro país, con tu agudo olfato de embarazada calentándote tu tupper en ese microondas que exhala una mezcla de olores de los que se calentaron antes que el tuyo.

Al fin eres mamá, “disfrutas” de tus dieciséis semanas de permiso por maternidad, juntas tus vacaciones para aprovechar al máximo la lactancia materna exclusiva y cuando tu bebé tiene apenas cinco meses te incorporas con esa inseguridad, el sentimiento contradictorio al echarlo de menos pero con la satisfacción de volver a tu trabajo y al mismo tiempo la culpa por ello. Mezcla de sensaciones.

Las dudas sobre si tendría que adelantar el destete cuando deseaba tanto continuar con la lactancia, anticipar a los cuatro meses y medio la introducción de otros alimentos cuando a él le iba tan bien tomando sólo leche materna. Nueve horas en la oficina, más una de ida y otra de vuelta, once horas en total alejada del bebé, con lo que conllevaba para los pechos. Te escapas unos minutos al baño con el sacaleches, pero sin condiciones muy favorables ni de higiene, ni de intimidad, ni de tiempo… Todo facilidades. 

Aunque hubo algunos días malos, afortunadamente tanto los pechos como Mateo se adaptaron a la nueva situación y pudimos continuar con la lactancia materna sin problema. 

Las dudas (y las ganas) de reducirte la jornada te asaltan, pero haciendo cuentas no compensa. De todas formas, no dio tiempo a más, un día cualquiera te llaman de RRHH y ahí se acaba. De forma poco transparente, un informe de una valoración que alguien me tenía que dar, y que nadie reconoció haberme dado. Una de mis jefas inmediatas acababa de dar a luz, intenté hablar con ella, buscar un motivo y sólo encontré que me dejara con la palabra en la boca. Gente con la que hasta el día anterior tenías buena relación te da la espalda. Y yo era la misma persona curranta, preocupada por sacar el trabajo adelante y hacerlo bien.

Te ves en casa y el mundo se te viene encima. Vives esa injusticia y te sientes tan impotente que cuesta sacar el lado positivo que era estar más tiempo con el niño. Pero no eran tus planes.

En apenas veinte días estaba en un nuevo trabajo, dando clases de inglés en horario de tarde, pero pudiendo compatibilizar con los horarios del papá. En momentos de bajón, pienso qué trabajos hay que sean compatibles con ser madre y encargarte de tus hijos.

Cuando acabé la universidad me puse a trabajar en lo que me fue saliendo, había que trabajar. La situación parecía no ser tan difícil en aquellos momentos y nos habían vendido que con estudios e idiomas llegaríamos a donde quisiéramos. 

Este último trabajo era temporal, duraba lo que el curso escolar. En una reunión que tuvimos en junio me comunicaron que contaban conmigo en septiembre para el siguiente curso. Yo estaba embarazada y se lo hice saber. No tuve más noticias hasta un Whatsapp de mi coordinador la noche anterior a que empezaran las clases: “No contamos contigo para este curso. Gracias una vez más por el trabajo realizado”. Más adelante he vuelto a trabajar para la misma empresa con contratos temporales.

Por ese trabajo yo me había perdido la primera fiesta de la guardería. Nos pusieron una reunión por la mañana, fuera de mi horario de trabajo, yo llevaba poco tiempo y fui incapaz de decir que no iba. No es que fuera una gran actuación, Mateo tenía sólo diez meses, pero era su fiesta, tocaba su pandereta y sonreía, y su mamá se lo perdió.

Hace ya casi un año, yo había firmado el contrato para empezar un lunes con la mala suerte de que el sábado anterior fuimos un rato a la feria de mi ciudad, hubo una explosión por una deflagración de gas en un local y mi hijo, con solo tres años, resultó herido. Lo operaron de urgencias y estuvo ingresado durante casi una semana. 

Avisé a la empresa de lo ocurrido y que no podría incorporarme en unos días. No me separé de Mateo ni un momento. Vivimos una situación traumática y fueron unos momentos duros. Hasta unas semanas después cuando recibí un informe de vida laboral no me enteré de que no sólo no me habían dado de alta, sino que lo hicieron varios días después de que yo me incorporase. Teniendo mi contrato firmado de antemano y habiendo sufrido esa experiencia, a esa persona no se le ocurrió otra cosa que no darme de alta, una mujer, madre y embarazada en aquellos momentos. Quizás en otro momento no me habría hecho tanto daño, pero fue una experiencia tan dura que tal vez eso hizo que me doliera más, era como encima que le ha pasado eso a tu hijo pues no te doy de alta y mandamos a tomar viento tu contrato que ya estaba firmado por ahorrarme de pagarte cuatro días, no sé, o a lo mejor yo soy muy susceptible, pero es como me sentí.

Esta es, grosso modo, mi experiencia. Un ejemplo de lo difícil que nos lo ponen a las madres. Por si alguien piensa que me quejo, lo seguiré haciendo cada vez que me pongan un escollo que me impida trabajar y dedicarme a lo que más quiero en mi vida que son mis niños. Porque quiero trabajar pero también quiero criar a mis hijos.

martes, 2 de mayo de 2017

Para todas las que nos quejamos de lo duro que es ser madre.



Mi madre se levantaba al amanecer (puede que antes), para ir al río a lavar la ropa de toda la familia: seis hijos, un marido trabajando en el campo de sol a sol, un cuñado soltero,  y volvía del río subiendo la cuesta cargada de cubos con trapos mojados para irse todo el día a coger aceitunas, no sin antes preparar la comida para todos, dejar la casa arreglada (me pregunto cuántas horas tenían los días por aquel entonces…)

Montada en una mula, que era el medio de transporte que había en casa, iba a pasar el día cogiendo aceitunas, sin más maquinaria que sus manos, y sólo cuando se iba el sol, volver a casa para seguir con la vorágine de recoger, fregar  y  así sin parar hasta la hora de acostarse. Y al día siguiente igual. Sin vacaciones ni fines de semana, sin un cumpleaños o un aniversario.

Y a mí que me supera a menudo (muy a menudo) el día a día, entre el trabajo con horarios imposibles de compaginar con dos niños de cuatro y dos años, preparar clases y corregir writings,  una casa nunca ordenada, hacer la comida y tratar de educar a los dos bichitos, algunas veces me han llamado supermamá. 

A casa de mis padres llegó la electricidad cuando yo estaba ya en el mundo (¡y tan mayor no soy!), pero el hecho de vivir aunque a no más de veinte kilómetros de la civilización, pero no estar conectados por carreteras, sino más bien carriles o caminos y apenas medios de transporte, hacía que pareciera mucho más tiempo atrás.

Lo mismo ocurría con el agua. Hemos tenido un atasco en casa la semana pasada y el hecho de no poder poner el lavavajillas y fregar a mano con cubos ya me superaba. Y somos 4 en casa… Pues mi madre lo hacía sin agua corriente cada día de su vida, cómo no lo sé, no lo llego a entender… 

A día de hoy, la ayuda de mi madre sigue siendo esencial. Es con quien se quedan mis hijos casi a diario para que yo pueda ir a trabajar. ¡Cuánta generosidad! ¿De qué material está hecha, que por cierto, yo no heredé?

Qué generosidad tuvo de traerme al mundo para ser la séptima de sus hijos, aunque la sexta viva. Con lo fácil que es quedarse con la parejita. Nada es suficiente para devolver a una madre lo que hace por sus hijos. Cuánta renuncia, y nunca una queja por su parte.

Doy gracias por tener los dos hijos que tengo por muchos motivos, pero entre ellos porque ellos me han enseñado todo lo que mi madre ha hecho en unas condiciones mucho más desfavorables.

No hay forma de devolverle lo que ella ha dado, aunque es difícil, yo lo intento de la mejor forma que sé o que puedo y por supuesto nunca será suficiente. También sé que le compensan los besos y el cariño que ahora mis hijos le dan (aunque le sigan dando quehaceres).

Tampoco es que quiera decir que no tengamos derecho a quejarnos, el día a día a veces es difícil y no es malo quejarse, yo lo practico casi a diario. Pero tampoco vayamos de heroínas por ser madres,  es muy duro muchas veces, pero nuestras madres y nuestras abuelas vivieron todo eso antes que nosotras  sin ningún tipo de reconocimiento. Ellas sí son verdaderas heroínas.