Acabo de cumplir treinta y nueve y
ahora que me acerco a los cuarenta, sé lo que quiero. Nunca es tarde para tomar las decisiones que
en otros momentos no nos atrevimos a tomar.
Ahora que me acerco a los cuarenta, no voy a hacer más lo que se supone que tengo que hacer ni lo que los demás esperan que haga. No voy a dejar de hacer lo que siento, lo que me sale del corazón. Ya no me afectan esas miradas; ya no me ridiculizan más ni me manipulan para hacer lo que crean conveniente.
Ahora
que los cuarenta están cada vez más cerca, no pienso renunciar a cumplir sueños
y, de hecho, a partir de ahora me he propuesto medir mi vida en sueños cumplidos, ya sea ir al concierto de un grupo
que me gusta, hacer una escapada a un sitio chulo o sacar lo que llevo dentro a
través de mis posts que humildemente
escribo y que me sirven de terapia.
Ahora
más que nunca me siento orgullosa de mis orígenes, de haberme criado en el
campo sin muchas facilidades, donde en la tele sólo se sintonizaba Canal Sur y cuando
mis amigas en el instituto comentaban el episodio de Médico de Familia o la serie de turno, yo no podía opinar; donde
todos comíamos y mojábamos pan del mismo plato puesto en el centro de la mesa.
A
lo mejor es porque me acerco a los cuarenta, o a la crisis de los cuarenta,
pero lo cierto es que quiero hacer todos los planes que me apetezcan, no quiero
dejar de ironizar o decir tonterías porque la vida sin un toque de locura es
aburrida. Y quiero disfrutar cada
instante de la infancia de mis niños, que los disfrutemos siempre juntos los
cuatro, y ayudarles también a cumplir sus sueños hasta que sean capaces de cumplirlos
por sí mismos.
Ahora
sé que no quiero dejar de aprender, y veo con claridad las cosas que me gustan,
me motivan, me llenan y me interesan de verdad.
Porque
además, ahora que se acercan los cuarenta, vuelvo a tener más presente que
nunca a la niña que fui, súper sensible y también un poco rebelde,
que andaba por aquellos ríos y por los barrancos y siempre tenía las rodillas llenas de postillas, la cabeza llena de pájaros
y muchos sueños por cumplir, y por suerte, eso no ha cambiado.
También
rodearme de las personas que me aportan, me enseñan, me cuidan, me hacen reír y
con las que puedo llorar. Con quienes puedo hablar de cualquier tema sin
miedos, sin prejuicios, con total naturalidad y siendo yo misma, con todas mis
inseguridades, mis errores y mis imperfecciones. Ser lo que soy, no avergonzarme
de mi idiosincrasia; no sentirme ni juzgada ni inferior, como a veces antes me
sentía.
Y
aunque dicen que lo mejor para que no te decepcionen es no esperar nada de nadie, yo me niego. Seguiré confiando en las personas hasta que me
demuestren lo contrario. Y si me llevo un desengaño me lo tomaré como algo de
lo que aprender, pero prefiero eso a ir con desconfianza por la vida. Porque con las vivencias crecemos, y hasta lo que hace daño de repente un
día ya no duele.
Tengo
un buen amigo que siempre me dice que, supongo que por esa tendencia mía a ver
siempre el vaso medio vacío, mi problema
es pensar que yo no me lo merezco, y quizás por primera vez, ahora que me
acerco a los cuarenta, creo que me lo debo y también me lo merezco.