martes, 24 de diciembre de 2019

Sueños dormidos

             El primer recuerdo de mi vida es de mi primer día de colegio cuando al cruzar el río por las pasaderas metí un pie en el agua, y tenía tantas ganas de ir que mi madre se tuvo que volver conmigo a casa, cambiarme y llevarme de nuevo a la escuela. De hecho tenía tantas ganas de ir que empecé un año antes de que me tocase, en aquella época empezábamos con cuatro años y yo fui tan adelantada que empecé con tres porque no quería separarme de mi hermana. Las monjas que estaban en la escuela permitieron que me incorporara antes de que realmente me correspondiera por mi edad.


            Para ir a la escuela rural teníamos que cruzar el río, cuando era posible atravesarlo, y si llovía y salía una riada entonces teníamos que dar una revuelta por el camino que podíamos atravesar el río por un puente colgante, y allí íbamos mi hermana y yo, crías de apenas  seis o siete años haciendo ese camino solas. A veces llegábamos al cole con los pies chorreando de la rociada de la noche cuando pasábamos por el huerto. Qué épocas.


            Era una escuela rural, con dos monjas, y recuerdo que para ir al baño, que no había, se hacían dos turnos, uno de chicos y otro de chicas e íbamos a hacer pipí debajo de un olivo por delante de la escuela, allí todas agachadas. 


            También recuerdo ir a visitar a mis abuelos montados en los mulos, dos de mis hermanas con mi padre y otras dos íbamos con mi madre. En casa no teníamos coche, y los mulos eran el medio de transporte. Se vestía la yunta con el aparejo de los domingos, y allí que íbamos a ver a nuestros abuelos. 


            Recuerdo bañarnos en un barreño de metal, seguramente con menos frecuencia de la que debíamos. Y a veces en el río,  cuando ya no hacía frío, mientras mi madre lavaba. 


            Recuerdo los veranos debajo de la parra picando pasas, mi madre en el toldo tendiendo las uvas, mi padre vendimiando con los mulos, y meses de agosto cogiendo almendras en esos barrancos, el picor de ese polvillo que soltaban, y algún que otro mareo por el calor insoportable, y recuerdo descapotar las almendras, en los formaletes, a la sombra de la parra.

            Estar mala y echar a andar con mi madre por la carretera esperando que algún coche pasara y nos recogiera para poder llegar hasta el centro de salud del pueblo.


            Recuerdo las candelas que hacía mi padre para calentarnos un poco las manos en los fríos días cogiendo aceitunas. Y también llegar del instituto y ponerme a hacer el brasero para calentarnos por la noche. 

           Me acuerdo del olor de las matanzas, mi madre moviendo la sangre y mis hermanas limpiando las tripas. 


            Recuerdo mis primeros días de trabajo en el campo que tanto odiaba, y que me empujó a estudiar, primero en el instituto y luego en la universidad. 


            Hace poco alguien me dijo que intentara acordarme de mi yo pequeña, lo que la Belencita niña quería ser. Y lo cierto es que me costó un poco al principio, pero luego me acordé de que lo que yo quería era «tener cultura», que ni sé muy bien lo que es, para mí era algo así como saber algunas respuestas de las preguntas de Saber y ganar. Y ni siquiera había transporte que llegara hasta el instituto, y ni siquiera estaba segura de si iba a poder estudiar porque en casa no era lo normal. Y también me acordé de algo que había olvidado,  y es que cuando estaba en el instituto lo que me gustaba era escribir, y quizá ese era mi sueño que se quedó dormido por el camino.


             Recuerdo que de pequeña en casa no había cuentos ni libros.   


            Recuerdo cuando se cortaron las clases en mayo para Selectividad y me fui a un invernadero el mes de junio a trabajar cogiendo tomates y habichuelas y estudiaba para selectividad por las tardes. Y luego en la universidad trabajaba los sábados en un vivero y ganaba cuatro mil pesetas y con eso vivía prácticamente toda la semana. También recuerdo coger el autobús un viernes para volver el fin de semana a casa y que me faltara dinero, y una vecina del campo que iba en el autobús me pagó lo que me faltaba.


            Y el primer día de clase en la facultad, cuando cogí el autobús urbano para volver a mi piso alquilado no tenía ni idea dónde tenía que bajarme e hice el recorrido entero, volviendo a la universidad. Me bajé y por suerte del destino la dueña del piso, a la que solo había visto una vez, cogió ese autobús, y como vivía cerca me bajé en la parada que se bajó ella y ya supe llegar. 


            Sueños dormidos que a veces despiertan.




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